un ministerio
Un
Ministerio para la Igualdad
Mercedes Ortega Hidalgo
Hay
palabras con un atractivo indudable como la mencionada igualdad, pero
también amor, paz, alegría, felicidad, bondad, y tantos otros
sustantivos con una carga positiva que constituyen el deseo último
de la mayor parte de los seres humanos.
Palabras
grandes, sentimientos hermosos. Y luego está el contenido
objetivable de dichos conceptos, las explicaciones que distintos
individuos ofrecerían a propósito de los mismos y no me refiero,
para nada, a la definición académica que sin duda ofrece el
diccionario. Y claro, la ley, como pacto social acordado por los
ciudadanos hecho de renuncias por todos los implicados y el Estado
como garante de la aplicación de la misma tiene que bajar al barro y
entrar en contenidos. Y, obviamente, diseñar planes a corto,
medio y largo plazo para alcanzar los objetivos. La verdad es que me
sentiría absolutamente incapaz al mando de un Ministerio de la
Felicidad o de la Bondad, ni siquiera podría enumerar objetivos.
Con
el Ministerio para la Igualdad me pasa algo parecido. Aunque,
afortunadamente, el hecho de constituir una de las piedras angulares
de los principios de la Revolución Francesa, ha generado un espacio
de más de 2 siglos de literatura y prácticas de gobierno, de idas y
venidas, de experimentos ensayo error y esta herencia es muy valiosa.
Hemos contemplado terroríficas políticas de homogeneización social
con destrucciones de pueblos que no estaban en su sitio y de personas
que tampoco, puesto que no opinaban ni se comportaban como los
líderes habían decidido que era correcto, pero también, y es
esperanzador, la aparición del concepto de “estado del bienestar”
y la asunción del principio de solidaridad del colectivo hacia todos
sus integrantes. Y, en realidad, el cometido de un estado democrático
(miedo me da utilizar esa palabra), un estado representativo de la
voluntad del colectivo, no da para tanto.
Se
trata, nada más y nada menos, de garantizar la igualdad de todos los
individuos ante la ley, la igualdad de deberes y derechos, o sea, la
igualdad de oportunidades. Hay que tener en cuenta que hablamos del
presente y de acciones que están por venir, y, como mucho, del
pasado reciente, de acciones que quedaron pendientes de solventar. Y,
en este punto, nos encontramos de repente inmersos en un revisionismo
histórico que persigue castigar actuaciones perfectamente adaptadas
al pacto social de la época, tanto legal como de usos y costumbres,
utilizando criterios, ejes de coordenadas de tiempos presentes.
Particularmente
beligerantes están resultando los líderes de lo que yo denomino
NEOFEMINISMO que han trasladado la superada estrategia de lucha de
clases decimonónica al proceso de equiparación de las mujeres
revindicando una guerra de sexos de forma más o menos explícita. Y
esto es un horror y, sobre todo, un gran error: el barco progresista
que ansía la equiparación de derechos de los desiguales navega
contracorriente y todos los remeros son bienvenidos, tengan el sexo o
el sesgo ideológico que tengan. Si quieren remar, a mí me sirven.
En este contexto, la
hoja de ruta consigue que aparezcan órganos de gobierno
testimoniales y vacíos de contenido que funcionan como parte del
aparato de propaganda de esta corriente de pensamiento.
Parece
ser que tras el “me too” de las americanas y el “yo si te creo”
de las españolas, que se ventilaron a gente supuestamente
impresentable y prescindible como Plácido
Domingo y,
a cambio, encumbran a personajes tan notables y útiles para la
humanidad como Rocío Carrasco, ahora les toca a los fundadores de la
ciencia y la Medicina del siglo XIX, como el ginecólogo Marion Sim.
Y, no contentas con ello y tras el éxito obtenido influyendo en Tim
Burton para
cambiar la estructura y final de Dumbo (los animales no hablan ni
beben alcohol y las madres son un amor, también las humanas) la
están emprendiendo con Blancanieves y el beso final no consentido.
¿Tendrán idea de que se trata de una fábula intemporal de la
tradición oral euroasiática con héroes tanto masculinos como
femeninos que habla del rechazo social a los albinos, a los “hijos
de la luna”? Sospecho que no.
En
cualquier caso y con esta vara de medir, como muy bien argumenta
Julia Navarro (léase el artículo del “Beso del Príncipe”) se
avecina una censura galopante y una reescritura del pasado que ya
presentía Orwell y que igual actualiza la ancestral figura de esos
depositarios de la cultura del grupo, de esos “portadores de la
memoria” según la UNESCO, esos trovadores occitanos y “griots
doma” del África subsahariana, desaparecidos los primeros pero
imprescindibles aún los segundos, ambos previos a la escritura y la
imprenta que tan enternecedoramente evocan los “hombres libro” en
“Farenhait 451” de Ray Bradbury: la temperatura a la que arden
los libros. ¡Viva la libertad! La primera piedra angular.